viernes, 26 de marzo de 2010

A mis penas - Juan Ramón Jiménez

Es cuestión de perspectivas. Cada persona tiene una manera de vivir su vida, un pensamiento distinto sobre las emociones que le invaden en cada uno de sus días, y para cada cual es el modo correcto-racional-perfecto... en resumidas cuentas, la mejor forma de hacer las cosas. Pero es bueno darle una oportunidad a aquellos conceptos abandonados y rechazados en general... ¿por qué todo el mundo busca felicidad, diversión, compañía, mientras sentimientos como la melancolía, la tristeza, la soledad, también tienen algo interesante para nuestra experiencia?

Cuando lloraba yo tanto,
cuando yo tanto sufría,
mis penas, sólo mis penas,
fueron constantes amigas;
me quedé sin ilusiones,
me quedé sin alegrías,
volaron mis esperanzas,
y en el mar de mi desdicha,
pobre y solitario náufrago
sin auxilio me perdía;
llegó un momento supremo
en que aborrecí la vida.

Entonces brilló a lo lejos
una azul playa bendita,
la playa del sufrimiento,
de las nostalgias divinas;
pensé un instante en la lucha,
sol que alumbró muerto día,
y me abracé a mis dolores
y salvé mi inútil vida.

¡Penas mías, yo os bendigo!
¡Yo os bendigo, penas mías,
negras tablas salvadoras
del perfume de mi vida!
Nunca, nunca me olvidéis
en el mar de mi desdicha,
entristeced mis amores,
entristeced mis delicias,
que yo gozo con las penas
más que con las alegrías,
que jamás puedo olvidarme
de aquella playa bendita,
en donde me embriagasteis
de las nostalgias divinas.
Todo el oro de mis sueños,
todo el amor de mi lira,
todas las flores que entreabran
sus cálices en mis días,
todo el fuego de mis ojos,
todo el placer de mis risas,
es sólo para vosotras,
adoradas penas mías,
adoradas salvadoras
del perfume de mi vida.

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viernes, 19 de marzo de 2010

Dos Angeles

Mientras pasa la crisis, les dejo algo de material relativamente nuevo y poco conocido.


If you would tell me that I was someone,
then, for a second, I would think.
Just like I would try to consider
how it feels to know...
(I am nothing - Katatonia)
Sabiendo que las cosas en mi vida no marcharían de otra manera, me sobrecogía una angustia… más extraña que de costumbre: pesada, de esas que amenazan con aumentar la fuerza de la gravedad y no dejarme levantar del suelo; esa que les daba a mis ojos una capa grisácea haciendo que el mundo sólo se llenara de una monotonía irreversible haciendo mis visiones más opacas cada vez, además de oprimir mi pecho con técnicas macabras que resultan aún más inefables pero bien conocidas para quien, a menudo, dormita con la pintoresca Nostalgia.

Desde chico supe quien era ella. Una sombra que, aunque variaba en tamaño y color, era inconfundible por su olor; por la manera en que miraba y se comportaba con quien la acompañaba, ya que dicho personaje no tenía voz, o tal vez olvidó cómo hablar porque casi ninguno, en toda su existencia, había querido escucharle. Por tal razón ha sido gran amiga de la Soledad –quien siempre necesita de un “compañero” para lograr sus efectos–, con quien, en las tardes matutinas y desgraciadas, forman una triste algarabía, y en medio de aquel pequeño espectáculo, la Depresión despierta para formar parte del juego, haciendo que el tiempo sea lento, duro y despiadado, llenando su nuevo hogar con lamentos desesperados, marchitando las esperanzas y dejando, por cada esquina que pasa, áridos y vacíos los campos antes fértiles, y en ese mismo paseo, amargos y agudos gritos empiezan a escucharse y… la Muerte busca entonces un espacio en la mesa para tomar el té.

En aquellos tiempos de mi niñez, siempre le veía a ella junto a mi madre, envuelta en una tímida sombra que apenas develaba sus preciosos colores. La última vez le vi azulada, tímida, mirando a mi madre con una expresión más de compasión que de necesidad, como solía hacerlo cuando se presentaba amarilla, o con tonalidades rojizas, como las del ocaso celeste en aquellas tristes pero memorables épocas. Creo que nunca podré olvidar ese rostro, tan difuso y tan concreto a la vez, tan hermoso y tan macabro, y, aunque siempre haya tratado de pintarlo, de expresarlo, de guardarlo en mi corazón, o al menos en mi ya trastornada cabeza, no me ha sido viable hacerlo, o cada vez se nota más como una simple historia de ficción, como salida de lo más recóndito de mi imaginación. Decía, pues, que con su rostro pálido azul observaba a mi madre, tratando tal vez de convencerla de algo pero, preocupada, sentada junto a ella, o paseando cerca de su rostro, tratando de tocarle, de decirle que esta vez era importante que le prestara atención. Pero fue imposible, y entre cada vez que llevaba la botella a su boca, la nostalgia se tornaba más azul, hasta que varias lágrimas empezaron a brotar de sus pequeños ojos. La Soledad trató de consolarle, pero su llanto eran tan solemne que ambas lloraron a la vez, compartiendo su tristeza y viendo cómo, por más que hubiesen querido ser escuchadas y traspasar ese manto de corporeidad, la vida de aquella mujer se desvanecería en algún instante no muy lejano. Y así fue. Tal torrente lacrimoso llamó de nuevo a la Muerte, quien no había tenido la oportunidad de compartir una velada con sus compañeras desde hacía mucho tiempo en esa ciudad. Y vino más alegre que de costumbre, muy vistosa y atractiva, tanto así que con cada paso el viento le perseguía para jugar con sus negruzcos ropajes. Ya no hubo nada más que hacer, y en una fúnebre ceremonia la Muerte envolvió con su manto delicado a mi madre en un acto que nunca olvidaré. Tomó sus manos y ambas, junto a la Nostalgia, traspasaron el umbral, mientras yo, perdido en aquella escena, era custodiado por la Soledad, que no se separó de mí hasta que la Nostalgia presenciara su próxima pérdida, pues, ellas serían ahora mis ángeles custodios.

Luego recuerdo un sonido fuerte y seco, ya que no pude vislumbrar lo sucedido en aquel momento. En aquel instante no logré captar lo sucedido –contaba mi línea vital con aproximadamente tres años, escasamente–, pero lo recuerdo perfectamente, con cada mínimo detalle. Cuando crecí, siendo ya casi un jovencito, mi abuela, no sin cierto recelo y algunas reservas, me comentó que mi madre se había suicidado siendo yo un pequeño; que la habían encontrado a la mañana siguiente fuera de su casa, con un revólver al lado de su cuerpo inerte, sobre un pequeño charco de sangre que no había alcanzado a ser absorbido por la tierra, y un agujero había destrozado toda la parte inferior de su cráneo. Pero a eso se reduce la historia conocida: nadie vio y nadie verá los acontecimientos de los que fui yo testigo en aquel entonces.

Viví así acompañado por aquellas señoritas llamadas Nostalgia y Soledad, de las cuales perdía visión y gran parte de mis recuerdos a medida que crecía. Sus rostros se presentaban ahora más confusos, y sus colores se hacían transparentes y sus olores imperceptibles: era mi edad tan distinta, mis ocupaciones nuevas y lo suficientemente sofocantes como para que fuese yo ahora quien me cegara a sus palabras, a sus caricias, a sus abatidos e ilusionados cantos. A veces, cuando me sentaba a batir algunas notas en la guitarra, trataba de imitar sus sonidos, de recordarlas, y sentía sus pasos al entrar en mi habitación y sentarse junto a mí para escuchar algunas nuevas melodías, ya que no tuve una madre a quien dedicarlas, ni un eterno amor a quien componerlas.

Ahora tienen más tiempo para estar conmigo, pues, como vivo en un piso solitario, pagando con el escaso dinero que recibo como ayudante de mecánica –aunque siempre mi vida ha estado consagrada al poco arte que conozco y a la infinita alabanza de mis musas protectoras– , pasan conmigo noches enteras, velando mi sueño intranquilo y dejando que sus lágrimas resbalen sobre mis mejillas, aunque ya no tengo la habilidad para verlas porque, si así fuera, las consolaría por lo que resta de mi vida, que realmente no creo que sea gran cosa, a juzgar por los recuerdos que me trae ello del día en que la mortuoria dama danzó con mi madre para llevarla suave y alegremente a su apacible mansión. Algunas veces me acompañan al trabajo, o van conmigo a tomar el café en la tarde, mientras cito en mi libreta algunas palabras para ellas, diciéndoles que yo sí las escucho, que yo sí las siento, que yo no las haré sufrir cuando me una al baile macabro en el palacio de la amada Muerte.

Y allí, sentado, viéndolas tal vez en medio de alucinaciones, las observo cálidas, frente a mí, al otro lado de la mesa, ambas con las mejillas acarameladas, ocultando una pequeña sonrisa mortal en su poética seriedad, mientras me derrito al son de una guitarra desafinada y una botella con dulce y amargo líquido se desliza de mi mano, y duermo entonces para volver a despertar…


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