lunes, 30 de enero de 2012

El mar de mis sueños

Es interesante ver cómo vas creciendo; pensar en el paso del tiempo, en la fluctuación de tus ideas, de tus sueños, de tus creencias, y ver cómo todo va cambiando, indefinida e indescriptiblemente. Mirar la vida desde arriba, en algún momento de reflexión, es maravilloso. Es ver todo lo relevante que has hecho anteriormente, como examinando un mapa del tesoro, jejeje, sí! Como un pirata, con una pata de palo, un parche y demás remiendos, porque así es como nos va dejando la vida, con cada una de las experiencias que nos dejan enseñanzas, tanto las buenas como las malas, desde los días de marea baja, cálidos, con un océano claro y pacífico, pasando por las interminables noches de tormenta en que parece que el mismísimo infierno te absorberá entre tanto forcejeo; hasta las horas de batalla que, a pesar de parecer eternas, dejan estragos a veces imposibles de arreglar, y bien, sin posibilidad de olvidar…



Hoy estoy entonces en mood pirata, viendo el último mapa del que me he proveído, pues yo, en base a lo que he oído (hay otras personas que tienen más experiencia que uno mismo, cercanas, lejanas, mucho mayores o inclusive menores) y a decir verdad, con lo que he vivido también (tenía que servir para algo), he dibujado líneas y trayectos en mi mundo que pueden parecer inconcebibles, inalcanzables para cualquier ser que detente mi condición. Pero… al fin y al cabo, navego, navego… :)

A veces pienso que soy una pirata muy ambiciosa; que pido más de lo que merezco, así como creo que tengo ahora más de lo que debería tener, comparado con mi corta experiencia. Igualmente, a veces considero que soy una pirata muy débil, que no sirvo para la vida en el mar; que debería comerme un tiburón o que debería dejar que mi barco fuere destruido en el próximo enfrentamiento. Pero… al fin y al cabo, navego, navego… :)

Y esta es una declaración de guerra contra el que se ponga en mi camino, así sea yo misma. Es una declaración de afecto, de amistad para con quien decida explorar el mundo y llegar a la X que marca el lugar, que, por cierto, cada vez trae tesoros más impresionantes; cada vez gratifica la vida de una forma más exorbitante.

No voy a tener más sueños frágiles, no daré el brazo a torcer desde el primer inconveniente. He ganado muchas veces, así como también he perdido, y he sido victoriosa al aceptar mis derrotas, al reconocer mi debilidad y al reconocer que, más allá de todo eso, está el espíritu que me levanta y me repite que tengo que seguir viviendo para poder continuar soñando.

No voy a renunciar a lo que quiero, simplemente por encontrar opciones más fáciles de alcanzar. Nunca voy a pensar en otras alternativas. No voy a renunciar al paraíso que quiero encontrar solamente si, en un momento de debilidad, vislumbro una pequeña isla para descansar un momento. No hay lugar a rendirse, porque luego, de seguro, dicho descanso temporal se hunda y trate de llevarme consigo al fondo. Y todo sería por mi culpa, por haber elegido una opción sucia, por haber dejado mis ilusiones tiradas en el mar.

Mis deseos, mis sueños... hacen parte de mi corazón, son parte de mi vida (si no mi vida misma), y sin ellos  no vale la pena mi existencia. No los negaré, no los rechazaré, y no los olvidaré, porque son lo que necesito para ser feliz!!!!!
Lucha por tus sueños siempre con los pies en la tierra, siempre con la mente en ellos.

viernes, 6 de enero de 2012

Entre el cielo y la tierra

Mi año anterior, como se pudieron dar cuenta, fue una cosa pésima en materia de creación literaria. Tuve la mente absolutamente nublada, pero ya era hora de resurgir, para retomar mi mejor método anti-demonios y para compartir con ustedes mi arte y mi experiencia. Les traigo el primer cuento que escribo en este año. Empecé a hacerlo el 29 de diciembre pero me fue imposible terminarlo el año pasado. Tiene un orden lógico especial, pero no puede verse a simple vista. En fin, espero lo disfruten. Me harían un honor si lo leyesen. Recibo comentarios y sugerencias. Saludos y gracias por la espera!

ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA


Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. 
Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque,
como las de los niños, son desde muy bajo para
lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella,
debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los
cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible.

Honoré de Balzac. La piel de zapa.

Despierto de aquel extraño y sublime sueño, volviendo al otro lado de mi mundo pero aun sumergido en ese cosmos en el que, con facilidad, puedo volar y cantar con mis ángeles, recorriendo las praderas de mi adoración y clamando alegremente con la voz de la tristeza, persiguiendo la liberación como el voraz león acecha a su presa; convirtiendo la sangre en arroyuelos que brotan por borbotones al oír el son alegre y tranquilo de la infinidad… en mis campos elíseos, en mi morada eterna, bajo mi sol favorito, entre las ruinas olvidadas de mi desesperación.
Pero batía un poco mi cabeza y pensaba. Estaba gastando mucho tiempo en estupideces, ya me lo habían repetido muchísimas veces, y sobre todo últimamente, desde mis padres, mi novia, pasando por mis amigos y paradójicamente, hasta un par de desconocidos (especie de videntes, tal vez, que sin saber de mí podían juzgarme ligeramente y acertar en el punto), y, aunque no me convencía firmemente de ello, mis 32 años me hacían creer que era cierto, total y absolutamente cierto. Era hora de… poner los pies sobre la tierra. No consideraba que estuviera viviendo en una nube, de ninguna manera, pero, evidentemente mi vida y mi forma de pensar no se desarrollaban como la de los demás, cosa que en efecto me enorgullecía pero en cierta manera conllevaba para mí cierto sentimiento de preocupación y hasta de lástima hacia mí mismo al ver, por ejemplo, cuando me deprimía y decidía aislarme porque, realmente, nadie entendía, nadie podía entender. No querían, no podían. Y eso no me importaba, yo sólo hubiera esperado que me dejaran vivir, al fin y al cabo no le estaba haciendo daño a nadie…
Así, al hacerse onírica la noche y llegar un enorme trancón de estrellas, abrí finalmente mis ojos. El  claroscuro día, purpúreo al caer los primeros rayos solares, descendía sobre la ciudad. Era una combinación hermosa, siempre lo había pensado, y trataba de plasmarlo en mis poesías, para que alguien lo viera como yo. Gustaba mucho de los colores, a pesar de que casi siempre vestía de negro, no por alguna obsesión o por evitar manchar mi traje, sino simplemente para no luchar con combinaciones, siendo que odiaba perder el tiempo en banalidades de ese tipo. En fin, gustaba mucho degustar con mis pupilas de los colores, los matices de la naturaleza, las luces… sí, las luces me fascinaban, desde una simple luz artificial, como el trivial semáforo, que me obligaba a observarlo antes de cruzar la acera para venir a casa, o hasta las luces del firmamento que, intermitentemente y entre afables visos, amenazaban con ahogarlo. Tal vez mis ojos estaban llenos de luces, y por eso devoraba apasionadamente el colorido de toda la existencia.
Adoraba especialmente el color de la piel. El color, junto con el olor de su piel, eran objeto de mi devoción. Ana dormitaba en un dulce y cálido sueño cuando, temerosamente, a pesar de los años que habíamos pasado juntos, me di la vuelta para acariciar su cintura, antes cubierta por una delicada sábana de algodón, casi tan suave como su piel. Me acerqué leve, casi imperceptible para percibir su olor, para mí afrodisiaco. Sus hombros, deliciosos y finos como el alabastro, armonizaban tan bien con su cuello que solo me podían evocar una musa de aquellas sobre las cuales tanto había leído. Ahora, en mi realidad, yo tenía una musa. Una musa que todos los días y en cada uno de sus breves y largos instantes se prestaba a alimentar mi imaginación, a saciarme con un aroma inolvidable y deleitarme con una blancura sepulcral; atractiva en la sencillez de sus formas e invocada loablemente por todos mis ánimos, desde los más humanos hasta los más celestes. La combinación de sus perfumes, tan exquisitamente suaves y extravagantes, me transportaba a la vez que con mis labios rozaba su cintura, ya sintiendo la gravedad de su respiración, cada vez más agitada, pero con una gracia ineludible. Naranjas y fresas, chocolates y caramelos recordaba mi imaginación con el olor de sus pequeños senos, que me extasiaba aun más al percibir el frío olor de sus pezones, duros, adornándola en toda su humilde belleza. Podría pasar el resto de mi vida allí, postrado frente a ella, besándola, llenándome de su presencia solamente con su esencia, con ese bello perfume que me llamaba solamente a quererla, a adorarla como la única diosa de mi existencia.
Con cada reflexión mía, con cada movimiento, con cada pensamiento (porque estoy seguro de que esta mujer podía captarlos a la perfección), se abandonaba perfectamente a mis caricias, en la misma medida en que el olor de su sexo me embriagaba y me elevaba. Y aquella unión de fragancias en un solo cuerpo era tan mortal para mí que sólo podía introducirme en ella y, así, pensar que realmente me pertenecía… como si tuviera yo tanta suerte, como si mi fortuna fuera tanta para poseer a una mujer tan grandiosa como las mismas estrellas, lejanas, brillantes y lejanas, perdidas en los inmensos cielos, en la telaraña del mismísimo universo.
Delirante, adicto, transportado, narcotizado. Era una masa de sentimientos y de sensaciones vivas, palpitantes, desde que la veía desnuda junto a mí, pasando por la exhalación que me indicaba que mi cuerpo ya había sido, en cierta manera, saciado; llegando finalmente a un lapso de una o dos horas en que seguía endeble, perdido en ese mundo provocado por mi imaginación, unida a nuestros sentimientos y sensaciones, junto al amor que le prodigaba ciegamente a esta mujer, y que ella, al menos, en alguna época, había llegado a sentir por mí.
Saliendo de aquel embrujo, volví en un momento a mi habitual corporalidad, habiéndose inaugurado ya por completo una nueva mañana. Pasé por la tosca alfombra del pasillo, sintiendo en mis pies un cosquilleo singular, poco agradable para mi cuerpo sensible y agotado por el éxtasis en el que aún navegaba; crucé la antesala sintiendo una suavidad bastante rústica, algo enfermiza, hasta llegar al frío suelo de mármol de la cocina. ¡Qué sensacional paseo, literalmente hablando, había tenido desde mi habitación hasta aquí! Vaya, pocas veces en la vida se dedica el ser humano a sentir, buenas o malas sensaciones, duras, pesadas, embriagantes, dolorosas, hermosas, tristes, increíbles, tormentosas… todo pasa, la maravilla se aleja, y luego, al llegar casi el fin de la  vida, escuchamos cómo los viejos dicen que desearon haber vivido más; todo pasa, la maravilla se aleja, y al final sólo quisiéramos haber tenido otra oportunidad.
Abrí la llave, me serví un enorme vaso de agua que pretendió helar mi mano. Pasó un ligero escalofrío por mi cuerpo al beber el primer sorbo, pues sentí cómo descendió por cada uno de mis órganos hasta llegar al estómago. Me detuve, dejo el vaso sobre el mesón y apreté mis manos, las junté, las observé, las sentí. No lograba descifrar si en la batalla entre mis manos ganaría el calor o el frío, pero apreciar aquellas temperaturas tratando de mantenerse una sobre la otra era absolutamente asombroso. Continué bebiendo de mi vaso, primero rápido, luego despacio. Estuve totalmente saciado con el sabor del agua, combinado aun con las dulces esencias que habían dejado su rastro en mi boca, producto del sabor escondido e indemne de mi adorada Ana.
Pasadas unas horas, poco antes del mediodía, no lograba concentrarme en mis labores rutinarias. Me era definitivamente imposible. Mi mente estaba llena solamente de vivos recuerdos de lo que había venido sintiendo los últimos días. De pensar solamente en cualquier sensación, podía ya revivirla en toda su plenitud: el sabor de la sal, la cual gustaba de saborear incluso sin compañía de las comidas, por el sencillo placer de que mi sistema nervioso se activara con aquel sabor enérgico; el sol sobre mi piel al salir a la playa, junto con la arena bajo mis pies y el agua del mar en un mismo conjunto, alucinando mis sentidos y, a la vez, sentir el paso de cada segundo, observando cómo se ponía la tarde y llegaba nuevamente la noche a recibirme, junto con la hermosa serenata que las olas del mar, ahora tranquilas, brindaban melodiosamente a mis oídos, donde se  introducían para permanecer vívidas con todo su esplendor, pintando agradablemente en mi memoria.
Aunque yo cada día estaba más complacido y embelesado con aquella gracia que me brindaban mis sentidos, Ana ya no quería acercarse a mí. No quería que la tocara, incluso no quería que le hablara; ya no quería tener un bebé, ya no quería que yo fuera su esposo, pues ella dijo que no se casaría con un demente. Mis padres hablaban constantemente con ella y ahora nos visitaban incluso varias veces a la semana, y con gran cariño y amabilidad trataban de hablarme y aconsejarme, me pedían que retomara mis actividades, que cambiara de trabajo; que fuera con el médico, que tomara mis antiguas píldoras para dormir…
Y yo no tenía espacio para dormir, sólo quería vivir y sentía que el sueño me coartaba y trataba de impedir la cómoda relación que ahora tenía con mi sensibilidad, y no podía yo permitir que se me quitara lo más preciado que tenía en la vida, pues, ¿qué tal si un día durmiera y al despertar ya no pudiera retornar a mis sentimientos y sensaciones anteriores?
Y yo no tenía espacio para pensar, sólo para sentir…
Así que tomé aquel abrigo lleno de polvo, perfecto para la ocasión, aquel que me había negado a tocar hacía ya varios años, sintiendo su blanda textura, como si hubiera vuelto a la vida luego de aquellas reflexiones y sentimientos solamente recordados. Observé a Ana, de pie cerca del umbral, oscurecida su figura por la blancura cegadora del mediodía, haciendo ambas un contraste delicioso. Tomé su cintura, pasando suavemente mi mano por su curva, a lo cual ni se inmutó. Besé su mejilla con inocente pasión, recargándome con su perfume otoñal, casi angelical, y siguió sin decir palabra ni hacer amague del más mínimo movimiento.
Partí. Tomé una senda estrecha que llevaba hacia el río, pretendiendo alejarme del ruido, de las palabras, de la podredumbre. Quería ir al fondo del bosque y encontrarme con el rio para escuchar sus canciones, y luego ver a los pajarillos en un desfile de colores y sonidos alucinantes frente a mis ojos y así, deslumbrado, regresar a casa para poder pintar los sentidos en mi lienzo; poder satisfacer de alguna manera mis ganas de mostrar al mundo, o al menos a mi mundo, un prototipo menos abstracto y más comprensible de aquella felicidad de la cual yo era partícipe, solamente por abrirme a una perfecta armonía con la naturaleza, solamente por ser su fiel admirador.
Caminé extendidamente, hasta pasadas aproximadamente 3 horas. También me gustaba sentir el cansancio, darme cuenta de cómo iba apoderándose de mi cuerpo lenta y casi imperceptiblemente, todo gracias a la simple y preciosa dedicación a los múltiples deleites que me ofrecía aquel espacio, lejos de todo y que se expandía ante mí como único reino inigualable, digno de príncipes celestiales pero, desgraciadamente y en su mayoría, habitado por sucios autómatas, ciegos y despreciables. Ya empezaba a escuchar en la lejanía el sonido del rio, así que decidí descansar, escalando primero una enorme roca para poder retener una mejor vista del paisaje, aunque un poco nubado por las ramas de los árboles. Me entretuve viendo un pajarillo de plumas violáceas, con algunas trazas blancas en su pechera. Chillaba y brincaba buscando a su madre, probablemente, pues sus saltitos tímidos denotaban que apenas estaba conociendo el mundo, y no conocía aún que sus alas, aquel par de instrumentos maravillosos, dentro de poco, serían sus aliados para llevarle a conocer el mundo, a ver toda la grandeza que guardaba dentro de su misma pequeñez. Y me sentí nuevamente miserable por no poder enseñarle aquello a Ana, ni a nadie. Me sentí impotente, al darme cuenta de que hoy en día los pájaros no abren sus alas, y prefieren quedarse en la seguridad de la superficie para evitar tal vez una caída, para evitar el sol cerniéndose sobre su plumaje, para escapar de los predadores… para evitar la grandiosidad de la vida. Se guardan en un oscuro rincón de algún pantano sin nombre, quedándose pobres, perdiéndolo todo a cambio de la quietud, la sequedad y la falsa certidumbre de una fosa sin esperanza. Yo sólo quiero que vengan conmigo. Sólo quiero que vean con mis ojos, que sientan con mi corazón, que vivan con mi vida…
Siempre admiré la esencia de las lágrimas. Su fuente sacra, su sabor salino, su color inmaculado, y la especial manera en que resbalan cálida y graciosamente por las mejillas al descender, buscando algún escondite. Ahora una lágrima rodaba por mi rostro y nuevamente mi sonrisa se esbozaba, con una felicidad de otro mundo. Busqué con mi mano izquierda en el bolsillo del negro abrigo aterciopelado, sacando un rojo pañuelo, frío y algodonoso. Tomé una honda bocanada de aire, levanté mis ojos por última vez al claro cielo y, halando del gatillo, me introduje salvajemente y sin ser invitado en los aposentos de la muerte, esperando ahora el momento en que me llame a sentir su inclemente veredicto.
F I N
Enero 6, 2012.
Nastenka.