miércoles, 27 de diciembre de 2017

Recíbeme en tu cielo

Una muestra de una pequeña historia que escribo, que se mueve por medio de cartas. He aquí la primera. Todo parte por una corta pero profunda historia de amor que vivió el protagonista, una que de verdad le caló, y el recuerdo de la misma amenaza con destruir su existencia, haciendo de su vida un infierno. Empecemos. 


Sinceramente, no sé qué tipo de maldición me persigue. Lo único que tengo claro es que me estoy enloqueciendo, y todo es por tu culpa.

La vida iba bien, la recibía de buen agrado. No tenía el mejor trabajo pero sentía tranquilidad. No había sido un Don Juan, pero había tenido un par de buenas relaciones sentimentales, con chicas que, si bien no eran modelos de revista, habían sabido hacerme pasar muy buenos ratos y enseñarme algunas cosas de esta vida.

Pero el agua del río tenía que seguir su cauce. Y llegaron malos tiempos.

Sigo sin explicarme en qué momento empezó toda esta caótica experiencia, pero, de algún modo, lo único que tengo claro es que debo escapar. Debo escapar de ti, antes de que pierda el leve atisbo de cordura que resta en mi cabeza.

¿Por qué tuviste que nacer en el mismo mundo que yo? Me lo vengo preguntando hace varios meses ya, desde que entendí que tu presencia y la mía no eran compatibles en el mismo espacio, de ninguna manera. ¿Y cómo pudo llegar esto a suceder? Si en los fugaces instantes que pasamos juntos, en aquel maravilloso e inolvidable tiempo, que se repite en mi cabeza sucesivamente en cada uno de mis sueños, tuvimos ambos la perfecta convicción de que, sencillamente, tenernos el uno a otro, tomarnos de la mano y mirar hacia el cielo, era ya la evidencia de que el paraíso sí existía, y que lo habíamos merecido en la vida terrenal.

Maldigo aquel día en el cual nuestros ojos chocaron sus miradas por primera vez. Vale, lo admito. Al principio no me sorprendió demasiado, era simplemente una nueva experiencia, una nueva persona con la que tal vez hacer negocios o, si era el caso, salir a tomar una copa de vino en días de excesivo cansancio. Nada especial. Nada cautivante.

Por eso me parece más increíble. Porque yo pensé que los amores de la vida llegaban así, a primera vista, y por eso vivía blindado contra todos esos ataques del azar. Al fin y al cabo, lo que yo quería ya para el resto de mi edad madura, era vivir en mi soledad, cansado ya de tanto drama que generaban las relaciones de cualquier tipo. Un desgaste para la vida de cualquiera que tenga un poco de consideración por sí mismo.

Yo te lo había dicho. El año siguiente partiría para Inglaterra nuevamente, a hacer mi vida en un lugar en el que no tuviera ningún recuerdo, ni dulce ni amargo. Vivir libre de ataduras hacia nada, hacia nadie. Y las tierras inglesas me habían parecido perfectas para desencadenar un pequeño aire de no-me-importa.

Y ya es ese año siguiente, 22 de julio, para ser más precisos, y no he sido capaz de comprar mi tiquete para largarme de aquí. Estoy estancado. Estoy maldito. Todo por la ridícula idea de volver a encontrarte en esta inmunda ciudad. Y aun así, no sabría qué pasaría si te volviera a ver; no sé si perdiera por completo la razón o si, súbitamente, recuperara toda la serenidad y el buen sentido que antes me caracterizaba.

Pero ya nada sería como antes. Te habías ido, y me habías marcado con fuego. Habías logrado derramar mi sangre. Ahora estaría atado a tu existencia, y eso no podía significar nada más que devastación.

‘Dejar el orgullo a un lado para no perderla’, me decían las últimas personas que conversaron conmigo al respecto. Ridículo, yo no tenía ningún tipo de orgullo, y bien lo sabes. ¡Lo único que yo había tenido era amor para ti! Después de no entender de qué manera me enredaste en tu existencia, lo único que podía hacer era seguir la danza de tu maravilla. De aquello que pensé que era imposible, y que encontré en la persona menos esperada, en la más diferente.

¡No sé! ¡No lo sé! ¡Dime qué hiciste! Dime por qué lo hiciste, por favor…

Por qué apareciste, me iluminaste, me arrastraste al cielo y me tiraste sin ningún dolor, sin ningún arrepentimiento… y te fuiste.

¿O será que también lo sientes? ¿Será que, además, también eres más fuerte que yo? No podría aceptarlo. Si yo vivo a las puertas del infierno, tendrás que estar cerca también, en algún lugar, sintiendo cómo el dulce olor del azufre te llena y te complace. Porque sabes que perteneces allí, y que, si me condenas, iremos juntos y nos volveremos a ver mientras ardamos en nuestras condenas.

Pero me es imposible despegarme de la otra cara de la moneda. Porque, ¡carajo! Para qué negarlo, si lo más puro y perfecto que sentí en la vida fue el roce cálido de tus dedos; si lo más alentador y delirante era la cercanía de tus labios; si lo más cercano al cielo siempre fue el calor de tu cuerpo, envolviéndome en abrazos que emanaban todo el amor de la tierra; si lo más embriagante de aquella adorable existencia era sentir cuando compartías conmigo la maravilla de tu cuerpo que, en sí, me ató a tu deliciosa mente y a tu ansiado corazón.

Eres un ángel. Un ángel del cielo. ¡Por favor, vuelve a mirarme antes de que pierda el mérito de la existencia! ¡Perdona con tus pestañas mis pecados y devuélveme a mi cielo, a mi existencia contigo, en esta vida, en otra, en este o en otro cuerpo, pero nunca exiliado del misterio que significas para este mundo…!

Pensé que lo había aceptado, que era fácil entenderlo. Las personas eran así: llegaban, tomaban lo que deseaban, y decidían partir en cualquier momento (siempre en el menos indicado). Y pensé ya estar seguro de que tú lo habías hecho igual. Lo había escrito sin pasión; lo había comentado a otras personas con toda la fría razón.

Entonces quedaste sepultada. Lamentablemente, tus restos residían en mi corazón. Por eso, en algún momento me recordaste y vino tu espíritu a atormentarme, a dominar cada una de mis noches y a no dejarme en paz en ninguno de mis sueños. Es una pesadilla constante.

Empecé a sentirme culpable, pues fui yo el idiota que decidió, para pasar un lapso nauseabundo, compartir un cigarrillo con una extraña que ocupaba con ojos vacíos la misma acera que yo, a algunos pasos de mi casa.

¿Por qué lo hice? ¿Por qué te hablé? No sé, sentí que era un pasatiempo, conocer gente, como ya te lo expliqué. No tuve ninguna intención romántica ni erótica contigo, y sólo emanabas frío. Eras un puñado de buenos modales y cero emociones.

Me encantaste. Debía vivir allí, debía conocer las ruinas que poblaban ese corazón.

En fin, creo que el resto serán incógnitas. No sé si algún día vuelvas y respondas a todos estos interrogantes para calmar un poco la tormenta en este mar profundo. No sé si te importara. No sé siquiera si me recuerdas. No sé si tal vez has sufrido un poco desde que me desterraste.

Lo único de lo que estoy seguro es de que también sobrevivo en ti, de alguna forma. Lo siento y lo veo, aunque no haya podido volver a encontrarte. Por eso no he podido partir, ni para Inglaterra, ni para el otro mundo. Tú no me lo permites. Esa es la esencia de mi desgracia.

Odio tu recuerdo.

Estoy enamorado de ti, enteramente. De tu vida, de tu cuerpo, de tu energía.

Lamento estarlo reconociendo en este momento.

Sólo quiero salir de esta incertidumbre. Déjame o amárrame, pero, por favor, vuelve. Quiero recuperar mi vida sin tu recuerdo, o quiero encadenarme por completo a tu ser, sin ningún tipo de miramiento.

Dependo de ti. Ardamos juntos en las llamas de nuestro infierno, y vamos a volar por encima de todos los cielos, triunfantes después de esta batalla apocalíptica. Pero, por favor, recíbeme en tu cielo.

Te espero aquí. Dame una señal.

Tengo vino rosado para compartir. Tengo un beso vehemente para regalarte. Tengo un corazón sangrante para entregarte.

Atentamente,
Aaron.


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Kátherin Sánchez
27/12/17






viernes, 8 de septiembre de 2017

Discurso de cierre - Por la paz, el perdón y la reconciliación


Discurso de cierre realizado en el marco de la ceremonia de graduación del curso Paz Joven, realizado en Bogotá, D.C., por la Defensoría del Pueblo y el IDPAC, a cargo de la autora de este blog, Kátherin Sánchez:


El ser humano, a través del tiempo y desde su más remota historia, siempre se ha visto enfrentado a miles de diversos problemas, fallas y diversas particularidades dentro de su historia como sociedad.  Siempre el tiempo ha sido instrumento para lograr, desde los más memorables triunfos, hasta innombrables guerras y masacres que han atentado contra la esencia de la humanidad: contra la vida misma y su dignidad.

Es así como nuestra querida Colombia, país lleno de riquezas en su territorio, hermosos paisajes y radiantes soles en toda su grandeza, a pesar de contar con innumerables rincones llenos de vida e ilusión, ha sido cruelmente maltratada por los inclemente paso de la guerra, una guerra que, hasta el momento, ha deshecho los sueños y esfumado la esperanza de millones de personas, niños, familias y comunidades que nunca tuvieron la oportunidad de vivir una existencia en paz, transitando libremente por el territorio de su propio país, expresándose con tranquilidad frente a sus iguales, siendo quienes querían ser en todo momento, sin preocuparse por si su vida peligraría por el simple hecho de querer vivirla.

Con todo el dolor en nuestras almas, tenemos que recordar y reconocer a las generaciones que han vivido todo este tormento. A nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros bisabuelos, a todos nuestros amigos, familiares y demás que en carne propia han vivido la crudeza de esta guerra. Con lágrimas en los ojos, con rabia y con impotencia el mundo ha sido testigo de cómo suceden tales atrocidades, y hemos visto cómo surge de lo más hondo de los corazones el rencor, la desesperanza, el desánimo, la decepción… el inicio de una guerra que, así, se perpetúa y se vuelve a crear a sí misma, alimentándose diariamente de sentimientos y emociones que sólo están orientadas al dolor, a la tristeza y a la negación intrínseca de aquellos derechos de los cuales somos sueños por el hecho de haber nacido humanos, porque todos somos dignos, porque todos somos iguales.

Es en este contexto en donde nacemos nosotros, los jóvenes de esta generación, algunos de los cuales tuvimos la maravillosa oportunidad de reunirnos en este recinto el día de hoy, guiados todos por la misma idea que retumba en todos los rincones de nuestra mente y nuestro corazón: un fuerte, claro y decidido NO MÁS. Un grupo de voces que, aunque solas en un principio, han tenido la fortuna de unirse y despertar en un grito, un grito de esperanza, ilusión, fortaleza y alegría, así como todos los valores que nos caracterizan por ser los jóvenes protagonistas de esta generación.

Así, aprovecho este momento tan especial para concretar nuestro sueño común: vivir en una Colombia que desborde paz, que rebose alegría, que llene todos sus espacios de amor, que ocupe todos sus rincones con expectativas de un futuro pintado de esperanza, perdón y reconciliación.

No toleramos más el rencor, no queremos más víctimas, no estamos dispuestos a sufrir, ni mucho menos a perpetuar una guerra que no hemos creado. Y que, como compromiso para cada uno de nosotros, como carta de navegación esté definido que ahora vamos a tomar nosotros las riendas, y no para oprimir, sino para liberar. Vamos  a enseñarles a todos con nuestro ejemplo, con nuestra vida y nuestra experiencia, que a las buenas sí se puede, que si regalamos un poquito de nosotros para la causa, el objetivo estará mucho más cerca, más concreto y alcanzable que antes, como lo es ahora, cuando juntos, hemos evidenciado que estas ideas no son sólo fantasías, y que nuestros sueños sí pueden convertirse en realidad.

No aceptamos más la indiferencia, queremos trabajar unidos y para ello la vida nos ha reclutado, porque una voz al unísono no se apaga, porque se escucha clara y firme; porque trasciende; porque no se confunde ni se olvida, y nunca nada ni nadie la puede opacar.


Gracias a todos por su empeño, su compañía, y por ser una estrella en este cielo que, en virtud de ustedes, nunca más va a volverá a estar lleno de oscuridad. 



miércoles, 2 de noviembre de 2016

Los animalitos como terapia

He aquí un pequeño escrito que me encontré. Trata acerca de cómo una mascota puede ayudarte a mejorar tu estado de ánimo.

Así, aprovecho la ocasión para comentarles que amo a mis mascotas! Mi Lulú, perrita de ocho años, criollita parecida a un schnauzer, negrita, con la barba blanca y los ojos café, aunque le brillan con luz azul oscura en ocasiones. Y Romeow, un gatito blanco, de cola anillada color caramelo y unos juguetones ojos azules. Antes tenía también dos hámsters, Rocko y Mackie, ambos con pintas tipo vaquita en su cuerpo, de color caramelo también, quienes tuvieron seis preciosos hijitos, lo más lindo que en mi vida haya visto. Los extraño mucho aún, pues, a pesar de su minúsculo tamaño, ocuparon un enorme lugar en mi corazón.








Todos ellos han sido unos hermosos amores de mi vida. Yo también padezco problemas con mi estado de ánimo y mis depresiones son bastante duras, y precisamente por eso han llegado a mí varios de mis animalitos. En todo el rollo de cuidados, cariños y demás, termina uno enamorándose de esos pequeños, particulares y ejemplares seres, que en su sencillez y sus extrañas maneras de ser, no hacen más que adornar nuestra vida con su existencia.


Estoy feliz de que existan animalitos. Los amo a todos! 


Dice así el escrito:


Cuando su depresión estaba en su peor momento, mi pareja, Joe, despertaba en la mañana envuelto en una niebla tan palpable que su presencia a veces hacía que me despertara, como si hubiera olido algo que se estaba quemando.

Durante los primeros años de nuestra relación, a menudo deseé que despertara con un alegre “¡Buenos días!” y un beso, en vez de levantarse de la cama e ir tambaleándose como zombi hacia donde está el café.

Terminé por entender que quedarme acostada en la cama mientras tenía fantasías acerca de un Joe sin depresión era una idea terrible. Hacía que estuviera de mal humor, y entonces los dos teníamos un mal día.

Así que de la manera más alegre posible, me ponía una bata y botas de hule, y salía para recoger los delicados huevos azules de las gallinas mapuches de nuestro compañero de hogar.

Conforme me acercaba, el piso del gallinero se animaba con un remolino crujiente de paja y pelo mientras un montón de ratas regresaban a su nido detrás del bote de abono. El lugar estaba infestado de ratas y desear que se fueran era igual de inútil que el anhelo de que Joe dejara de estar deprimido.

“Necesitamos un gato”, le decía casi todas las mañanas mientras ponía los huevos en una canasta sobre el mostrador de la cocina. Era muy insistente y explicaba que, aun si no se convertía en cazador de ratas, tener un gato en la casa detendría las infestaciones.

Joe no estaba seguro de tener un gato. Siempre se mostraba escéptico de las ideas aparentemente impulsivas… se tardaba en aceptar cosas nuevas; era lento para los cambios.

“¿Has pensado en por qué quieres un gato?”, me preguntó una tarde.

“¿A qué te refieres con por qué?”. Eso me ofendía. Parecía sugerir que, más allá de las ratas, podría tener razones dañinas para querer un gato. “¿Por qué las personas quieren un gato? Es un gato”.

“Solo me parece que requerirá mucha energía de nuestra parte”, dijo.

Joe y yo estábamos cerca de cumplir tres años de relación, el punto en el que muchas parejas que han estado en una relación larga terminan, según lo había demostrado un estudio (“La comezón del séptimo año ahora es la cosquilla de los tres años”, señalaba un artículo).

Su depresión llegaba en ciclos frecuentes y a menudo se quedaba días. Si traía a casa durante esos días un bote de helado de chocolate con menta (el favorito de Joe), él no se daba cuenta o ni siquiera se lo comía.

No, él no quería ir al cine o a bailar ni tener sexo. Cualquier propuesta, incluso con mi cuerpo, desaparecía en un agujero negro, lo cual me hacía parecer inútil y patética. Aprendí que la mejor manera de amar a Joe durante esos momentos era dejarlo en paz.

“La depresión no se puede curar”, me dijo Joe una vez. “Tan solo puedes aprender a vivir con ella”.

Aprendí a vivir con ella; comencé a comprar mi propio sabor preferido de helado en vez del suyo. Cuando finalmente atravesé Portland en auto y llegué a la Oregon Humane Society un día de agosto, lo hice en secreto, de manera rebelde y por mis propias razones ilógicas.

Había sido una semana especialmente difícil. Mi estrategia cuidadosamente planeada para amar a un hombre deprimido era ayudarme en vez de intentar ayudarlo. “Y hoy”, pensé mientras me acomodaba en el estacionamiento de la Humane Society, “vengo por un gatito”.

Cuando Joe llegó a casa esa noche, el gatito —que tan solo era una bolita de pelaje rayado— salió de debajo de la cama. Respiré profundo, lista para defender mi decisión.

Pero después vi sus ojos verdes y traviesos que miraban los suyos, tristes y hermosos; parecía que había fuegos artificiales y unicornios que saltaban junto a la aurora boreal que aparecía entre los dos. El gatito intentó correr, echarse y saltar al mismo tiempo, pero se tropezó con sus patas, y creo que en ese momento los ojos de Joe se pusieron blancos y en lugar de pupilas aparecieron en ellos dos corazones rosas y brillantes.

Cuando despertó a la mañana siguiente, las primeras palabras que pronunció Joe fueron: “¿Dónde está el gatito?”. Y el primer acto del gatito, cuando escuchó su voz, fue escalar por el edredón y saltarle a la cara.

Ese mismo verano, Joe reunió la energía para hacer grandes cambios en su vida: dejó de fumar y probó con Wellbutrin, como se lo había sugerido su terapeuta, un antidepresivo que también se prescribe comúnmente como ayuda para dejar de fumar.

Resultó que Sadie era una maravillosa cazadora de ratas. Cuando creció lo suficiente para cazar, acabó con todos los roedores en los rincones del vecindario, y nos traía algún animal chillante y de ojos brillantes casi cada noche.

Rápidamente se volvió claro que Sadie le traía presas vivas a Joe. Sin importar la hora, él salía de la cama para recibirla, encendía las luces y le hacía elogios.

Ella soltaba a su presa para jugar con ella, y nosotros veíamos cómo el ratón o la rata salían disparados tras un mueble o debajo de la cama. Después Joe sacaba unas viejas pinzas para ensalada, y él y Sadie se ponían a cazar juntos.

Yo me quedaba en la cama, viendo felizmente cómo mi amante delgado, somnoliento y desnudo se escabullía para arrinconar a un roedor bajo la luz difusa de las tres de la mañana. Lo veía tropezar, reír y murmurarle cosas a Sadie, quien le respondía maullando y lo seguía acariciándole los tobillos con el hocico.

A lo largo de los últimos cuatro años, la frase matutina “¿Dónde está el gatito?” se convirtió en “Buenos días, Peanut”, junto con un beso en mi mejilla. A veces incluso me abraza antes de ir por el café.

Joe aún tiene malos días, pero incluso en los peores, cuando la nube gris parece posarse sobre él y yo me preparo para quedarme en mi rincón de la casa, Sadie se pasea por el cuarto, abriéndose paso como jabón a través de la grasa, como luz a través de la neblina.

“Ah, ¡Sadie! Ven aquí, bolita de pelos”, grita Joe. “¿Qué estás haciendo? ¿Cómo te fue en la escuela? ¿Los abusivos te molestaron?”. Después se ríe de su propio chiste y la carga como bebé, para después voltearla y enseñármela.

“Mira a Sadie”, dice, levantándole el pelo entre las orejas para que se levante como un gato mohicano. “¿Estás ronroneando, cara de pez? ¿Estás ronroneando?”. Se la pone en la oreja como una caja musical. “Está ronroneando”, me dice radiante.

Cuando le pregunto a Joe si Sadie curó su depresión, pone cara de preocupación.

“Claro que no”, dice. “Recuerda que la depresión no se puede curar”.

“Lo sé”, le digo. “Solo puedes aprender a vivir con ella”.

Como cuando salen a cazar ratas en la madrugada, el bienestar de Joe es un esfuerzo conjunto. Aunque Sadie ayuda, Joe es quien finalmente atrapa la cola de la rata con las pinzas y la lleva, colgando de ellas, a la puerta. Pero Sadie a veces ayuda tanto que es difícil distinguir dónde terminan nuestras decisiones y dónde comienza su existencia.

A la primera señal de desánimo por parte de Joe, voy por Sadie y se la pongo en el cuerpo, como un ungüento. Incluso durante las peores peleas, uno de nosotros termina por tomar a Sadie y acercarse al otro casualmente, jugando con ella para que se contonee y haga tiernos bizcos con sus ojos verdes.

Cuando estamos demasiado enojados como para tener contacto físico, acariciamos a Sadie, y terminamos en medio de la habitación, como dos países en guerra que se aferran al puente que nos une a través del mar que nos separa, y enviamos en silencio a los primeros embajadores de la tregua: los dedos que se encuentran entre el pelo de Sadie.

Una tarde del otoño pasado, Sadie trajo un gorrión muerto. Hay un regusto de tragedia cuando se ve un ave atrapada por un gato; lo que solía ser impredecible y volaba con el viento se reduce a un montón de seda que está sobre el piso de la cocina, como un sacrificio.

Una vez que Sadie estuvo segura de que Joe y yo habíamos visto su ofrenda, se lo comió todo: las garras, el pico, los huesos y hasta la última pluma. Le tomó menos de un minuto. Para cuando nos acostumbramos a la idea de verla comer un ave, ya se la había comido y se había ido de la habitación, dejando unas gotas de sangre sobre el azulejo.

Sadie es nuestra felicidad, elusiva e impura. Nuestra felicidad hace muecas y se lame la sangre de la barbilla. Nuestra felicidad solo se acurruca cuando se le antoja y, dado que es un felino, esas ocasiones pueden ser pocas y distantes.

Pero por lo menos vive en nuestra casa ahora. El sol de la mañana sobre el cabello negro de Joe, los tres enredados en las sábanas, navegando por la cama como un bote desvencijado; si los últimos días son indicación de algo, este será otro muy buen día.

Hannah Louise Poston, autora de este escrito, es estudiante de Maestría en poesía en el Helen Zell Writers’ Program en la Universidad de Michigan.

Fuente: http://www.nytimes.com/es/2016/09/25/gracias-a-un-gato-aprendi-a-vivir-con-la-depresion-de-mi-pareja/

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Un lapso nauseabundo

Me ha atrapado de nuevo, he vuelto a sumergirme en su extraño universo, más allá del ridículo, de la afectación, de la sutileza. Hasta he recuperado aquella ligera fiebre que me agitaba siempre en su presencia y aquel gusto amargo en el fondo de la boca (La Náusea - J.P. Sartre)


Un pequeño lapso de existencia me invade. Uno de esos que no dan tregua y son tan reales que no puedo percatarme de su realidad misma, aunque parezca paradójico. No puedo saber a qué se debe que existan estos momentos en los que deseo tan fervorosamente salir de aquí, como si no tuviere ninguna esperanza de mejorar las situaciones existentes.

Me siento débil y torpe, siento como si lo que he aprendido hasta hoy en día no sirviere para nada más sino para agotarme, para cansarme de todo lo que he visto. Trato de seguir adelante por mis propios medios y de darme una oportunidad, de darle una oportunidad a la vida, pero es muy complejo, y concienzudamente no puedo hacerlo, por más que quiera.

Me siento muy, muy cansada, deseo solamente dormir y que pase todo por un lado mientras yo me concentro en un sueño que no existe, para olvidarme de que no recuerdo lo que se siente existir. ¿Por qué a veces es tan difícil? Sinceramente, no por impresionarme ni por darme créditos, pero hao todo lo que puedo y lo que se me ocurre para levantarme pero mi cuerpo no lo desea, y mi cabeza no ayuda más allá. La leve voluntad que me mueve no es suficiente para soportar el peso que llevo encima, el peso de una desdicha que no soy capaz de soportar, y que en ocasiones desaparece y me deja tan libre como nunca… tan verdadera y tan libre que apenas puedo creerlo, y sonreír para seguir imaginando que algún día las cosas serán mejores.

Bien, pues ser capaz de escribir al menos es un buen paso, es un autoreconocimiento para salir de este camino lleno de niebla.

Lamento no poder escribir más, por el momento no tengo fuerza. Pero seguiré intentándolo. Voy a salir a flote nuevamente, es una promesa.


sábado, 30 de mayo de 2015

Cosas que... ¿pasan?


Este es el recuento de algunos sentimientos, pensamientos y emociones que he logrado recoger durante un ataque de pánico. Estaba MUY bien antes de esto, me estaba sintiendo genial y había tenido un gran día, y no sé qué sucedió.
Son divagaciones. Si esto no le interesa, no pierda el tiempo en leerlo.
En cambio, si usted ha sentido o siente cosas similares... sé que sentirse identificado con otra persona ayuda a aliviar el dolor.
Llevo muchos años en estos padecimentos. Si alguno de ustedes tiene dudas, preguntas o comentarios, estaré gustosa de poder ayudarles. 




Estoy recurriendo a descargar los camiones de demonios aquí.
Parece que es más efectivo que tratar de decirle a alguien lo que sucede...
A algunos puedo decirles, y no me entienden, o se enojan o burlan. 
A otros puedo, pero están en la distancia.

En este preciso momento estoy teniendo un ataque de pánico, según parece. Puro, fuerte. Con todo lo que se necesita para sacarlo a uno de sus casillas.

Y estoy fuera de mis casillas, pero no sé si es que realmente la medicación ha funcionado o que ya aprendí a controlarme corporalmente.
Pero ya no corro por todo lado, ni me muevo desesperadamente, ni lloro ni me lamento en altas voces. 


Ahora todo lo sufro sólo adentro. Y eso no significa que sea menos.
Antes era mejor
Me tiemblan las piernas, a veces tanto que siento que pierden la fuerza para caminar.
Siento escalofríos y me tiemblan las manos también al escribir. 
Quisiera poder congelarme un momento para no sentir ninguna sensación corporal, pero en realidad necesito calor. 

Siento muchísimo frío. Tengo náuseas y un horrible vacío en mi pecho, como si fuera un hueco.

Mis pulsaciones están muy elevadas. Podría saltar mi corazón en cualquier momento, junto con mi hígado o todos mis intestinos.


Lo digo aquí porque no tengo intención de hablarlo. No quiero perder el tiempo.
Sé que ustedes saben lo que se siente, y eso me basta. Que al menos estas letras sirvan para que otro se identifique, como ya he dicho antes.

No quiero llorar delante de nadie.
No quiero perder palabras. Tampoco quiero perder silencios.
Ahora me duele la cabeza. Y no lloro, tampoco, aunque quiero.
Aunque aun siento mi cuerpo, ya no siento mi ser.

Ya me fui otra vez. ¡Maldita sea!

Traté de jugar un videojuego. 

Traté de leer un libro de mi autor favorito.
Traté de comer, pues llegué a casa con mucha hambre, después de un ajetreado y bonito día.

Y no fue posible. 

Y ya puedo soltar un par de lágrimas al pensar en que, ni siquiera ello, logró producirme un centímetro de satisfacción.

Sí, ocasionalmente se mide con un metro. Pero los últimos meses, generalmente la semana no alcanza a llegar a un metro de alegría.
Los fines de semana suelen salvarlo. Puedo llegar con 15 cms. de satisfacción al viernes, y hacer 40, 60 y más en un sábado y un domingo (razones personales).

Aunque a veces tampoco es posible. 

Ni siquiera mis alegrías salvan mis tristezas. 

Se supone que para eso las creé. 
Se supone que así las siento. Más poderosas.
Aunque ambas hermosas, claro. Nunca podré hablar mal de ningún sentimiento o emoción.

Para eso vivo. Para sentir.

El problema es que estos estados son más complejos. No son explicables temporal, lógica y... tal vez ni emocionalmente.
Admito que me tomé media dosis más. No me importa quién lo sepa.
No me voy a morir. Sólo es necesaria un poco de calma por obligación.

Sinceramente, no quiero explotar.

Es que los demonios no se quieren ir. 
Creo que se quedarán a vigilarme el sueño. Ellos tampoco desean que me vaya... ellos me miran bondadosamente, pero no tienen la culpa de ser lo que son.

No sé si esta noche deseen golpearme en la cara otra vez.
¿Será que son ellos quienes lo hacen? 
Yo a veces los considero culpables.


No más.

Mañana me preguntaré el porqué.
Ahora no lo encuentro, y no tengo ganas de buscarlo.
Todo siempre llega cuando le viene en gana. Mi mente ni tiene una cadena de causalidad en funcionamiento adecuado.

Adiós. Creo que ya puedo dormir.
Ya no quiero más... este día.

Es válido morirse aunque sea una noche.





K.S. a 30 de mayo, en horas de la noche.