El día de Navidad me gusta porque
tenemos fotos de familia, y allí nos vemos felices. Y al verlas, me dan ganas
de volver a ser feliz. Me gustan mucho esos pequeños recuerdos automáticos, que
evocan viejas épocas y momentos específicos, y me roban sonrisitas de rato en
cuando. Aunque Lulú (mi perro) siempre es feliz, ese día lo es aún más
perfectamente porque todos le adoran y le consienten, puede comer toneladas de
comida para humanos y nunca nadie le deja en paz, y creo yo que esa es la
felicidad de un perro. Al parecer este año mi ratón también va a estar feliz,
porque de cumpleaños he comprado para mí un hámster y es la bolita de pelos más
hermosa que haya visto en mi vida. Con el paso del tiempo ha dejado de ser tan
huraña como al principio, y ahora con sólo escuchar una voz aguda que le llama
desde fuera, abre esos pequeños y adorables ojitos y mueve sus bigotes
esperando a que sigan prestándole atención, o al menos a que le den un pequeño cacahuate para tener algo nuevo con
qué entretenerse dentro de su amable encierro.
Así, iba diciendo que me gusta el
día de Navidad porque mi familia, al menos en apariencia, está feliz. Los ‘niños’
esperan sus regalos con emoción, los adultos esperan la deliciosa comida, y yo,
que no sé si soy una niña, una adolescente, o una adulta, espero alegremente en
un limbo algo de alcohol, tal vez, para poder aligerar mis problemas sociales,
y sentirme por un momento como la persona que quiero ser… pero no quiero hablar
de eso ahora. Cuando era una niña también esperaba ansiosamente mis regalos, ¡y
vaya que recibía muchos! Antes la situación económica era mucho mejor, y
además, la familia entera estaba unida, pero de unos años hacia acá se
fraccionó y a veces parecemos desconocidos, o mucho peor que eso… cosa que se
da para que no merezcamos un saludo. Olvidando también ese tema, recuerdo que
los adultos ponían mucha devoción en aquel niño Jesús, ese muñequito de
plástico en pañales que se ponía en el pesebre, ¡aunque a veces hasta era más
grande en proporciones que la misma Virgen María! Pero no importaba, todos
oraban a Dios y pedían que el año que venía fuera siempre mejor que el
anterior, y que nos mantuviéramos juntos, llenos de salud y con un gran corazón
hacer así su voluntad, peticiones que siempre llamaron mi atención, y razones
por las cuales traté entonces de imitar a los adultos desde que era muy
pequeña, tratando de entender que la Navidad no eran los regalos sino algo
invisible que sólo lo podía ver aquella cosita que yo imaginaba que habitaba mi
corazón, porque siempre creí que mi corazón era una especie de casita en la que
alguien parecido a mí vivía, y que yo debía mantener justo como deseara, porque
me pertenecía solamente a mí.
Me pregunto qué haré cuando
decida tener a mi bebé. No me gustaría que él tuviese también ese burdo sentido
de la Navidad como algo material, y que aguantara nueve días de rezos sin
sentido por la curiosidad de abrir los regalos que se van apilando bajo el
arbolito. Creo que el mejor regalo que podré dar a mis hijos será enseñarles el
valor y no el precio de las cosas; quiero enseñarles a ser algo más especial y
no tan simple como tratan de inculcarnos hoy en día, para liberarse de la
verdadera tarea de enseñar algo útil a su descendencia.
Por ahora sólo quiero que las
voces agudas de los villancicos dejen de perforarme los tímpanos (lo siento,
estoy pasando por una depresión de proporciones muy ostensibles), y que mañana
nadie se enoje conmigo porque mi cuerpo no tolera la comida. No es culpa mía,
no es culpa de nadie. Así como quiero regalar mi corazón renovado, quiero que
me regalen su paciencia refrescada. Yo no elegí este camino, pero deseo seguir
recorriéndolo, y de la mejor manera en que puedo hacerlo: con una enorme
sonrisa y la cabeza en alto.
Feliz navidad para quienes verdaderamente creen en ello.